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Crónicas de viaje: La magia del Museo Británico

13 de febrero de 202313 de febrero de 2023

Walter Schaefer

Mi primera ocasión en Londres fue en 1992; en 2013 hice una segunda visita acompañado de mi hija Allison, con quien nuevamente recorrí este museo, el quinto a nivel mundial más visitado. Extrañamente aun el no tan célebre Museo Nacional del Aire y el Espacio en Washington D.C. atrae mayor número de visitantes.

     La vida de un museo es dinámica no solo por los millones de visitas al año: advertí nuevas piezas,  ausencia de algunas otras por rotación, restauración, préstamo y venta. Si, las grandes instituciones también venden, ya sea para allegarse fondos para ampliación, remodelación o para adquirir nuevas piezas que consideren de mayor importancia o peso específico.

     Recorrimos nuevas salas, ampliaciones como el Gran Atrio y el enorme centro comercial,  salas temporalmente cerradas por remodelación, desafortunadamente entre ellas la relativa al Mausoleo de Halicarnaso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, así como la impresionante sala de lectura.

Se sabe que a pesar de las utilidades que generan tiendas y restaurantes así como la admisión a exhibiciones temporales, ningún museo, sea grande o pequeño, es autosuficiente financieramente, por lo que deben recibir aportaciones gubernamentales así como de la iniciativa privada; más aún que el Museo Británico concede acceso gratuito, aun cuando una urna a la entrada invita a ofrecer un donativo. Algunos -más creativos- ofrecen membresías anuales que conceden privilegios escalables cuanto mayor es la aportación, incluyendo visitas privadas y guiadas, cocteles anuales, valuación de obras de la colección del donante e incluso banquetes con el Concejo Directivo.

     Inaugurado el 15 de enero de 1759, ello lo convirtió en  el primer Museo Nacional Público a nivel mundial. Causa asombro recordar que, conteniendo a la fecha ocho millones de piezas y exhibiendo tan solo 50 mil, inició  con tres grandes bibliotecas de colección que totalizaron más de sesenta mil volúmenes.

     En mi opinión, es un museo falto de calidez y difícil de recorrer, muy lejos del ambiente que ofrece el Museo del Prado: infinidad de grandes corredores e interminables escaleras consumen buena parte de la energía del visitante, aun cuando existen algunos pequeños elevadores- no fáciles de localizar- y cubículos muy ingeniosos para quien recorre en silla de ruedas.

      El visitante no debe perderse la sala de los Mármoles de Elgin,  frisos y piezas de El Partenón llamados así en honor de Lord Elgin, quien los adquirió y llevó a Inglaterra. Naturalmente, la Piedra de Rosetta la cual, al estar escrito un texto similar en tres idiomas, dos de ellos conocidos desde la época del descubrimiento, permitió el descifrar los Jeroglíficos egipcios. El Tesoro de Sutton Hoo, descubierto en el propio país inglés bajo un montículo en el interior de una barca funeraria, el Salón de las Nereidas,  un gran monolito o  Moai de La Isla de Pascua y, por supuesto, México no podía faltar con La Serpiente Bicéfala azteca, la cual se cree fue en su momento un obsequio del Emperador Moctezuma a Hernán Cortés.

     Actualmente varios países reclaman a diversos museos las piezas ancestrales que les son originalmente propias.  No comulgo con esa tendencia, la cual felizmente no ha prosperado. Si así fuera, los grandes museos de cualquier sitio solo permitirían al visitante admirar piezas propias del país.

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