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Jade

1 de mayo de 20251 de mayo de 2025

Por Jesús Chávez Marín

Es que no soy muy buena manejanta, se disculpó Jade mientras batallaba para estacionar su Volkswagen dando tantos giros de volante como si trajera tráiler en vez de carro. Del King Kong nos fuimos caminando por todo el centro tomando fotos y visitando los escasos museos que hallábamos, ya que por la pandemia casi todos estaban cerrados.

Cuando llegamos al Centro de Desarrollo Cultural que está en la Calle Libertad nos quedamos gratamente sorprendidos con la exposición de Teresa Capoulade, una pintora y fotógrafa de Guadalajara.

Era una colección de treinta cuadros; la mitad en óleo y la otra mitad fotografías retocadas en computadora con técnicas digitales. La exposición se llamaba Treinta libros pintaditos; en la ficha de la artista la vimos en foto y leímos su información profesional: tiene 35 años, nació en Casas Grandes, Chihuahua, estudió arte en la UNAM, residencia de un año en Nueva York; puso una escuela libre de pintura en Guadalajara, donde actualmente radica.

Además de admirar la destreza y original estilo de esta magnífica pintora, la exacta mirada de su arte fotográfico, a Jade le encantó el tema de la exposición: la literatura. Habíamos comentado en las horas de café que la mayoría de los pintores, escultores, fotógrafos, incluso los exitosos, casi no tenían disciplina de lectores, es más, algunos no leían ni el periódico, y que por eso sus composiciones solían ser pobres y de escasa imaginación: quijotes, tarahumaras de méxican curious, paisajes idílicos, cazuelas de Paquimé. En cambio aquí aparecía Juan Preciado platicando con su lejano hermano en los terregales que conducen a Comala; Madame Bovary con un frasquito de perfume donde había puesto veneno para suicidarse; Artemio Cruz en su lujosa cama de moribundo delirando de cuando fue revolucionario y luego banquero y luego patriarca en un nudo de víboras; el demasiado y muy demasiado anciano presidente que gobierna todo el Caribe con mano temblorosa en la novela de Gabriel García Márquez y así: treinta escenas maravillosamente contadas en los relatos visuales de una gran artista de pleno siglo veintiuno.

Como lo es también, por cierto, Jade, excelente escritora joven y además, al contrario de lo que dice, muy buena manejanta.

Business

En los negocios hemos sido pendejos, pero entusiastas. Mi socia y yo nos conocíamos desde niños. Cuando la corrieron de Stym Yu, en aquella crisis de maquiladoras donde cerraron más de la mitad de las plantas, se fueron de golondrinas a Corea, ella me dijo:

―Ya basta de trabajar para otros, Esteban. Hay que poner nuestro propio negocio.

Era ingeniera industrial y le dieron un montón de dinero como indemnización, se sentía la reina de Walt Street. Yo, en cambio, era licenciado, pero en letras, y sobrevivía de milagro con un taller literario y ocasionales trabajos editoriales, todo eso una forma de decir que andaba desempleado, la verdad.

―Estás loca, Santa Rosalía. No tengo ni un cinco partido por la mitad para lanzarme de empresario ―le contesté con la proverbial sinceridad que me caracteriza. Le dije Santa Rosalía porque así le pusieron de nombre sus padres, por una manda que hicieron.

―Tú no digas que tienes frío, aunque te arrope la nieve ―repicó con esa especie de Mantra que me hizo recuperar la fe perdida.

Abrimos una fábrica de tornillos. Santa Rosalía era la proyectista, jefa de producción, la de logística y materiales. Yo era el administrador, jefe de intendencia, cobrador, contador y el que va por las sodas y los burritos.

Nos fue bien los primeros años, pero nos comieron los impuestos y la renta estratosférica que además aumentaba cada seis meses; nuestra casera era una señora muy cabrona que traía la escuela libanesa de cobrar polvo de oro y sangre por los numerosos edificios que heredó de su tiznada madre.

Lo que nos vino a dar la puntilla es que Santa mandó traer de Alemania un torno de última generación con todos sus aditamentos. Aditamentos, así decía ella. Lo sacó fiado en dólares, pagó un montón por concepto de flete en un barco chino, lo instaló ella misma con una grúa que alquiló en Materiales Estrada y nos pusimos a producir toneladas de tornillos de todas las medidas y funciones. Pero las ventas no pudieron ir al mismo ritmo, porque casi todas las fábricas de aquí traen los materiales de Estados Unidos y de China.

 Valimos.

Quebramos.

Cerramos.

Y ahora mi socia y yo estamos endrogados con unas deudas tan abultadas que de milagro no hemos ido a dar al bote. Todavía.

Foto: Pedro Chacón

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