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La invitada

18 de abril de 202518 de abril de 2025

Por Jesús Chávez Marín

Abigail Nájera terminó de empacar y esperó a que llegara por ella el chofer del Instituto para llevarla al aeropuerto, de donde volaría rumbo a La Paz para asistir al encuentro literario Lunas de Octubre. Ella no era una escritora propiamente dicha, pero todo mundo la conocía como tal y ella se dejaba querer, invitar, elogiar, aunque nadie la había leído, simple y sencillamente porque jamás había publicado libros, ni escribía en los periódicos, ni en revistas. Jamás había escrito, punto.

Tampoco leía gran cosa, no era su costumbre.

Y entonces ¿por qué iba a un encuentro de escritores?, preguntarán ustedes.

Bueno, porque es chic ser escritora, ir a cocteles, viajes gratis, tener permiso de faltar unos días al trabajo con el cuento de que va de escritora a un congreso y toda esa parafernalia.

¿Y entonces, si no es escritora, por qué la invitan?

Bueno, en realidad no la invitan a ella, pero como las convocatorias para los encuentros de escritores las entregan en los institutos de cultura, y llegan nomás unas cuantas, y es la coordinadora de literatura de esta ciudad (la ciudad que sea), Abigaíl, en vez de entregarlas a escritores o escritoras de la región, se lleva a sus amigas y se van todas muy campantes. Sean o no sean escritoras, eso poco importa.

La historia no se repite

En la a veces tan árida vida, la personalidad discreta de Silvia hacía la diferencia para Francisco, quien en su infancia se había acostumbrado tanto al dolor que ya lo sentía como parte natural del cuerpo.

Su padre lo había soportado nomás porque no le quedaba de otra, ni modo de echar el niño a la calle cuando murió la madre, pero para él fue un estorbo. En cuanto se quedó viudo se dedicó a vivir muy triste y también a darle vuelo a la hilacha con cuanta mujer le daba entrada, se volvió de lo más promiscuo él, que antes había sido un modelo de fidelidad y cariño para la que siempre sería típicamente el amor de su vida.

Pero al hijo nunca lo había querido, y no porque dudara de que fuera suyo sino porque simple y sencillamente no le gustaban los niños y además de por sí era un miserable de siete suelas.

No quería darse por entendido de que la misma muerte de la mujer también había sido por culpa de sus esmerados ahorros pues, a pesar de quererla tanto, cuando se puso grave, en vez de llevarla a un buen hospital fue y la aventó en el sótano de urgencias del IMSS, que la verdad parece una antesala del infierno donde en camastros con sábanas percudidas se van amontonando enfermos y moribundos a la espera de que algún médico misericordioso les abra un lugarcito en sala general donde apenas empiecen el tratamiento hospitalario que requerían desde que los llevaron dos, tres, siete horas antes.

Años después fue Francisco, el hijo, quien se quedó solo. Silvia no se murió, ella se fue a otra vida menos taciturna, luego de cinco años de estar casada con él en aquel hogar donde esperó a que llegara la felicidad, y esa nunca llegó.

Columna: El Texto breve

Foto: Pedro Chacón

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