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Lo que los monstruos nos hicieron

16 de noviembre de 202416 de noviembre de 2024

Salud Ochoa

¿Quién puede negar haber tenido pesadillas alguna vez en su vida? ¿Quién puede asegurar tener hasta el último recuerdo de esa vida? ¿Quién puede decir que no hay un rostro monstruoso que lo ronda, o quizá peor, quién puede asegurar no ser el monstruo mismo?

¿Acaso nuestra memoria lo recuerda todo?

La infancia es esa etapa de la existencia donde todos tendríamos que ser felices. Vivir con la tranquilidad de que los monstruos no existen más allá de una película de horror, y que al apagar el televisor –o ahora el celular o el Ipad- se irán como cualquier cosa sin importancia.

Cerrar los ojos debiera ser suficiente para no mirar monstruos, para no encontrarse con ellos, para no pensar en lo que nos han hecho o nos siguen haciendo.

Desafortunadamente no es así. Los monstruos no son solo creaciones de la televisión, el cine o la mente macabra de un escritor. Son esa realidad que deambula en silencio entre nosotros, que nos habla al oído y a veces grita, pero nos negamos a escucharla.

Está allí, pero no le prestamos atención o nos negamos a verla.

Son esa realidad atemporal que se presenta en cualquier punto de la geografía, de la línea del tiempo, de las etapas de la existencia y en cualquier versión o múltiples manifestaciones. La diferencia es la forma en que esos monstruos se disfrazan o se cubren. A veces están solos, a veces entre ellos se reconocen y se protegen.

Así, podemos encontrarlos vestidos de catrines, de hombres de negocios, de estudiantes, políticos, borrachos, burócratas, científicos o incluso de mujeres elegantes; pueden tener título nobiliario, estatus de familiar cercano, investigador, policía, médico, amigo, maestro, mentor o cualquier otra cosa.

La maldad implícita en la comisión de un acto monstruoso como el descuartizar a una persona, abusar de ella o traicionarla, es la misma en 1900 que en 2000 o 2024. La perversidad que existe en algunas mentes no solo para idear mecanismos de tortura y muerte sino también, para anteponer el “yo” a cualquier cosa, es la misma de antes y de ahora porque la base primigenia para la comisión de estos actos no cambia:

Es el ser humano. Las características que lo hacen ser lo que es, están allí y no han cambiado. La esencia de lo humano sigue siendo la misma.

José Mariano Leyva alude en su obra a esos monstruos que destruyen cuerpos sin ningún pudor escudándose en una supuesta práctica de investigación, que en realidad es un espejo de su propia decadencia. Esa decadencia personal que se auto percibe y en la medida en que la percibimos nos corroe y nos da miedo.

A veces queremos encontrar respuestas a la maldad y buscamos tanto que terminamos destruyéndonos, como verdugos de nosotros mismos.

“Me enfrenté a un asesino que, con un solo acto, logró hacerse de dos víctimas: la mujer que tenía los miembros separados del cuerpo, y el investigador, que, por seguir los rastros del crimen, destazó su propia vida”, dice Leyva, en una fría confirmación de ese destructor en el que podemos convertirnos.

El autor nos deja también la figura de esos otros monstruos, los que destruyen por ignorancia o por ambición poniéndose careta de mujer bonita o de preocupación.

La novela de José Mariano Leyva, más allá del contexto histórico en el que la sitúa, que alude al costumbrismo de principios del siglo XX, y que 120 años más tarde nos resulta increíble pensar en las conductas sociales, las prácticas médicas y avances científicos de esa época.

Nos coloca en un punto de reflexión en torno al ser humano.

Es cruel, sí. Pero también divertida, apasionante y es de esas lecturas que nos obliga a preguntarnos ¿Qué somos y por qué somos así?

¿Qué es lo que lleva a alguien a matar a otro alguien? ¿Qué hay en una mente que disfruta del dolor ajeno? ¿De qué grado es el daño generado a un infante cuando involuntariamente se convierte en el único testigo silencioso de ese asesinato?

Y mientras avanzas en el texto te das cuenta que los monstruos están en todas partes y para cada uno de nosotros, la representación de estos es distinta, porque cada quién le pone el rostro del agravio recibido.

El monstruo al que tenemos miedo puedo estar en un parque, en una calle o en una oficina; sentado en una banca o detrás de un escritorio, vestido de frac o de vaquero, comiendo un gran bistec en un restaurante de lujo o un taco callejero.

No hay diferencia. La esencia de la maldad no cambia.

En los momentos difíciles uno visualiza los monstruos. Los que andan por allí en los recovecos de la vida, en las esquinas de la noche en busca de oportunidades, en los crepúsculos y al alba. En los burdeles o en las vecindades. En los laboratorios de la ciencia o en las ridículas “alcurnias” de las sociedades.

Los monstruos del pasado, los propios, los ajenos, los personales, los que se llevan dentro. Uno mismo reconociéndose como parte de un hecho invasivo, estremecedor, monstruoso.

Lo que los monstruos nos han hecho deja marca, se queda en nuestra mente, nos invalida a veces de forma temporal o para siempre. Los personajes de la novela de José Mariano son ejemplo de ello.

Todo es veneno o nada es veneno, solo la dosis hace la diferencia.

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