Namúrachi
El tiempo suspendido entre las rocas
Salud Ochoa
Es julio, casi final de mes. El camino de tierra se adivina entre las rocas en subidas, bajadas y pequeñas curvas símil de los caprichos del tiempo. Es el lecho de un arroyo que nace en el fondo del cañón y que marca la ruta para llegar a ese punto de las entrañas de la tierra donde es posible darse cuenta que la naturaleza es increíble.
Situado a poco más de 130 kilómetros al suroeste de la ciudad de Chihuahua, en el municipio de San Francisco de Borja, el cañón de Namúrachi es un santuario natural adornado por la sombra de los árboles que construyen formas diversas a lo largo del recorrido.
Los secretos los aportan las cavernas; la música la ponen las aves con su trino entonado en los brazos protectores del nido o en las ramas desde donde ven pasar a los humanos, esos seres anclados a la tierra orgullosos de su raciocinio, pero incapaces de abrir la mente al entorno.
Convivir con la naturaleza sin destruirla es una tarea difícil para las personas.
Situado a poco más de 1,800 metros sobre el nivel del mar, Namúrachi evoluciona. Poco a poco se ha ido convirtiendo en un sitio de culto. Un punto donde el silencio inspira a la paz, a creer en algo más grande, la certeza de una divinidad –cualquiera que sea- porque un lugar como este, con sus trazos perfectos y su geografía diversa, solo es posible gracias a una mano de distinto temple.
El sol brilla en lo alto, pero hoy no abrasa, no quema como en días previos. La lluvia ha extendido su manto en un pacto de paz entre el cielo y la tierra: arriba sobrevuelan las nubes preparándose para un nuevo regalo de humedad, abajo, el riachuelo y la yerba naciente confirman el acuerdo entre ambos.
Los pasos se escuchan sobre la arena del arroyo que escurre tímido, en un renacer temprano luego de una larga sequía, que ha oscilado de moderada a extrema y luego a insoportable, dañina para la vida en todas sus formas.
Los cultivos de temporal alrededor, apenas despiertan y es posible que otra vez no haya alimento suficiente. Las actividades primarias cayeron un 0.2% durante el primer trimestre del 2024 llevando a Chihuahua hasta el último sitio en el ranking nacional, reporta el INEGI en su boletín mensual.
El reporte anual habla de un 25% en descenso.
El cañón, con su microclima interno, se erige en una esperanza de que las cosas tomen su curso normal de nueva cuenta.
Las rocas gigantes sorprenden con sus formas, no importa si has estado allí una o diez veces.
Siempre hay algo nuevo que descubrir.
Son los ojos que te miran desde ese despertar continuo, la respiración de la montaña a través de las oquedades, los árboles silentes, las ramas que han reverdecido, los chapulines amarillos que saltan por doquier, los ojos de las ardillas y las lagartijas, la serpiente escondida, el secreto en la cueva.
Es la monja cubierta con su hábito oscuro, mojando los pies descalzos en el arroyuelo, el niño en el pequeño charco, las familias menonitas y mestizas mezcladas tomándose fotos sin distingo.
En ese entorno, el trayecto de un kilómetro se vuelve sencillo.
Luego de la serie de curvas, está finalmente el fondo del cañón, la matriz del sitio marcado ahora por el fervor religioso encarnado en las figuras de cantera de la virgen María con Juan Diego a un costado; más adelante San Judas Tadeo y el Sagrado corazón de Jesús.
Sus brazos son el reservorio de toda clase de objetos y notas. Rosarios, pulseras, escapularios, broches, flores, fotografías, dulces, velas, piedras con frases y nombres escritos, peticiones y agradecimientos.
“Gracias por dejarme ser madre” dice un mensaje escrito sobre unos huaraches de niña, Becky es su nombre.
En la pared rocosa alguien ha incrustado la figura de la virgen, rodeada de ángeles y arcángeles que luchan a su lado. El motivo puede ser cualquiera acorde a la creencia religiosa de cada visitante.
Luego una vista que sorprende: decenas de piedras colocadas en montículos de 8, 9 y 10 piezas; se reproducen como los castillos de naipes en la explanada frente al atrio desde donde la fotografía del sacerdote Pedro Maldonado lo mira todo.
Las piedras apiladas se reproducen en la orilla del atrio y también en las paredes del cañón. Hablan del equilibrio, de los deseos, del destino.
Nadie sabe a ciencia cierta quién inició con esa práctica, pero, acorde con las palabras de la encargada del lugar, fueron visitantes foráneos los primeros en construir las torrecillas y después, los locales emularon la iniciativa.
Algunas publicaciones dicen que, en la cultura egipcia, las piedras encimadas se utilizaban como marcadores de tumbas o para señalar caminos en el desierto.
Para los celtas tenían un significado espiritual demarcando santuarios o lugares sagrados, mientras que en la cultura americana, estas formaciones representan la unión entre el cielo y la tierra, y en donde cada pieza significa un deseo o una oración. En la cultura japonesa, aluden al equilibrio y la armonía.
Si bien, el significado de las piedras encimadas varía según la cultura, en general comparten una creencia en la importancia de la conexión entre el ser humano y la naturaleza.
Namúrachi no es la excepción.



















